martes, 14 de noviembre de 2017

Flamenco en la revolución de los sóviets


Juan Jorganes


Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 – Londres, 1944) publicó en 1934 El maestro Juan Martínez que estaba allí. Republicano y demócrata convencido, con una brillante carrera periodística, se exilió antes de la victoria fascista, primero a París y después a Londres.

La editorial Renacimiento ha ido rescatando su obra y recopilando textos periodísticos y relatos. Su biografía del torero Juan Belmonte le mantenía en la frontera del olvido, sin cruzarla del todo. Para que hoy su obra sea fácil de encontrar en las librerías, incluso en ediciones de bolsillo, han contribuido la iniciativa editorial, el interés del público por lo que, grosso modo, conocemos como memoria histórica y a quien se considera el descubridor de un libro que califica de “crucial”, Andrés Trapiello. Ese libro se titula A sangre y fuego (1937).

Para Trapiello, Chaves Nogales representa la “tercera España”, la derrotada por los “hunos y los hotros”, que dijo Unamuno. Ambas expresiones han alcanzado fortuna en amplios sectores de la opinión publicada, que han encontrado en ellas la vestimenta intelectual para tapar su tibieza antifranquista y su hostilidad contra la II República, o en quienes reparten culpas entre un Gobierno legítimo y unos golpistas con tal precisión que alcanzan siempre el equilibrio del cincuenta por ciento. Según Trapiello, Chaves Nogales perdió la guerra y la literatura, “a diferencia de la mayoría de sus colegas, que o bien ganaron la guerra o bien ganaron la literatura”. Trapiello dixit y aquí se queda, que el maestro espera.

¿Quién es el maestro Juan Martínez y qué hacía por allí? En las primeras líneas, el autor nos lo presenta como “mi viejo amigo”, tiene cuarenta y tres años y vive en París. Bailarín e hijo de bailarín, “había robado a Sole –una moza de pueblo, alegre y bonita como una onza de oro- y se había ido con ella a París de Francia”. Con el nombre artístico de Los Martínez, “se ganaban la vida bailando por los cabarets de Montmartre”. Una vez hechas las presentaciones en un par de páginas, toma la palabra Juan Martínez y él será quien nos cuente su peripecia por allí, es decir, por Moscú, Petrogrado y Kiev. Era el año 1917, eran los días de la Revolución de Octubre. Estamos, pues, de centenario.

Lo primero que llama la atención es que Chaves Nogales elija a ese narrador para contarnos la Revolución rusa y que lo haga en los años treinta, tan marcados ideológicamente, cuando la política europea caminaba entre truenos y relámpagos por caminos que se cubrirían de millones de muertos. El año de la publicación del libro (1934) tampoco se vivía con placidez en España. El triunfo de la derecha en las elecciones de 1933 y sus decisiones antirreformistas tuvieron una respuesta extremista en Asturias, en cuya violentísima represión destacó el militar golpista Francisco Franco, y en Cataluña, cuyo presidente de la Generalitat, Lluís Companys, “proclama el Estado Catalán de la República Federal Española”, lo que les costaría la cárcel a él y a su Gobierno.

¿Es de fiar el punto de vista de un bailarín flamenco, un artista de varietés, un cabaretero? Chaves Nogales corría el peligro de que los prejuicios desacreditaran al narrador, pero el relato verosímil de aquellos diez días que conmovieron el mundo contado por Juan Martínez apasiona y divierte. Chaves elige al individuo frente al acontecimiento histórico; al desclasado acomodadizo, a quien todo le parece bien si él está bien, frente al militante ideologizado; y al antihéroe conformista, cuya única hazaña concebible en la vida es la de sobrevivir, frente al revolucionario. Por ello y por muchas de sus peripecias en las que no faltará el humor, resulta fácil relacionarlo con los pícaros de nuestra literatura clásica.

Mis alubias, mi guitarra y mi Sole

Los Martínez habían llegado a Moscú buscándose la vida. Su lugar de destino lo elegía cualquier oferta de trabajo, ya fuera París u otra ciudad que ni siquiera sabrían buscar en un mapa. La vida les cae encima, como a la mayoría de los mortales, y unas veces recogen billetes y champán y otras les llueven piedras y clavos. Juan Martínez juzgará cada circunstancia vital basándose en cuántos billetes o en cuántas piedras ha recogido a lo largo del día.

Detestará la revolución porque rompe un mundo previsible que les daba lo imprescindible para vivir. Si desaparecen burgueses y príncipes, desaparece el dinero que corría por los cabarets, y si desaparecen los cabarets, los burgueses y los príncipes, Los Martínez pasarán hambre.  La guerra civil entre blancos, rojos y nacionalistas ucranianos traerá mucha hambre, mucha violencia y muchos muertos. En consecuencia, Juan Martínez juzgará que todos son iguales y nos contará que el pueblo de Kiev aclama el bando que les libra del verdugo, pero, como todos son verdugos, la aclamación y la muerte se suceden en un círculo trágico y, a veces, grotesco.

“A mí la toma del poder por los bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo champaña a todo pasto”. Eran los días buenos de Juan Martínez. En los días malos tendría que pelear, literalmente, por la comida o por un hueco en un tren para reencontrarse con Sole: “Molido, lleno el cuerpo de cardenales, con los nudillos sangrando, me senté en un rinconcito del pasillo con mis alubias, mi arroz y mi guitarra, y allí fui acurrucado como un perrillo durante todo el viaje, pensando: ¿Qué habrá pasado en Moscú? ¿Qué habrá sido de mi Sole?”.

No será esa la peor situación en la que se encuentre, pero contiene los elementos vitales básicos de nuestro bailarín, sin los cuales no hay revolución que le merezca la pena: comida, trabajo y amor. ¿Por qué huía de los bolcheviques? “No porque yo tuviese unas ideas políticas distintas de las de ellos, que nunca he tenido una idea política, sino porque los bolcheviques, buenos o malos, sostenían que los artistas de cabaret no teníamos derecho a la vida y deseaban que nos muriésemos cuanto antes”.

Un flamenco, ¿es un proletario?

Ni el oficio de bailarín flamenco ni la vestimenta, tanto la de calle como la artística, ayudaron a Martínez cuando los salvoconductos imprescindibles los expedían el ser y parecer un proletario.  En un tren atestado de militares soviéticos, se salvará de la ira de aquella gente cuando demostró que se ganaba la vida como un obrero al enseñar las palmas de las manos deformadas por dos callos enormes. Lo que no les dijo es que los habían causado las castañuelas.

Sole resume su situación: “Aquí ya no somos artistas, ni españoles, ni burgueses, ni nada. Aquí no tienen derecho a comer ni a vivir más que los proletarios y los bolcheviques, y ya estamos tú y yo siendo más proletarios y más bolcheviques que nadie”. Claro que, visto lo visto, formar un sindicato de artistas de cabaret e incautarse de alguno en nombre de la Revolución tampoco parecía una buena idea. Sole tiene la solución: “Podíamos juntarnos con los artistas del circo. Nos metemos en su sindicato, servimos a los bolcheviques en lo que quieran y que nos den de comer. No vamos a morirnos de hambre porque hayamos tenido la desgracia de no haber nacido bolcheviques. Tampoco en España habíamos nacido señoritos, y nos ingeniábamos para servirles y que nos diesen de comer”.

La solución de Sole contiene los principios fundamentales de la pareja: Servimos a quien nos dé de comer, sea señorito o bolchevique. Son los mismos principios del pícaro, que no le impiden criticar el poder al que sirve.

En los vaivenes de aquellos días, Juan Martínez se vio convertido en guardia rojo de la noche a la mañana. “Prudentemente, procuré no distinguirme demasiado”, aclara.

Dispuesto a reivindicar siempre que podía su oficio de artista de varietés, de bailarín, se presentan ante la comisión depuradora del sindicato con la intención de bailar un tango, ella con un “elegante vestido de soirée” y él con un frac. No les dejaron ni empezar. En la Rusia soviética no había lugar ni para fracs ni para bailes de salón. “Atiende, camarada –le dice al presidente de la comisión depuradora- mi verdadero arte no es éste, sino el flamenco”. Nadie sabe lo que es eso. Así se lo explica: “Es un arte exótico, que tiene valor universal. No es un arte de burgueses, sino del pueblo, el arte más popular del mundo”. Se cambia el frac por una chupa y se marca una farruca acompañado sólo por el castañeteo de los dedos. Cuando acaba, la sorprendida comisión no sabe a qué atenerse. Después de refregarse la gorra con la pelambrera, el presidente de la comisión le dice al secretario: “Martínez, contorsionista. Al circo”.


En 1919 John Reed publicó en EE UU Diez días que conmocionaron el mundo. Se ha convertido en un clásico sobre la Revolución de Octubre. Renacimiento edita ahora la versión española que la Editorial Laboremos imprimió en 1929. El periodista estadounidense, militante socialista, revolucionario, escribe sus crónicas desde un punto de vista muy distinto al de Chaves. El libro de Reed lo encontraremos en la sección de Historia y el de Chaves en la de Literatura. Sin embargo, deberían leerse uno a continuación del otro. La revolución vista a ras de suelo (Chaves) y la revolución vista desde la altura de un acontecimiento histórico, como heroica lucha y heroico triunfo bolchevique (Reed). La relación entre el individuo y la masa (organización o Estado) vive en un conflicto siempre. Si se inició tras una revolución, como la soviética, ya comenzó traumáticamente y sabemos cómo acabó; si se inició con un pacto social, como el socialdemócrata, las aspiraciones individuales contra los límites del Estado para satisfacerlas acabarán por romperlo (en esas estamos). Uno y otro libro, contando lo mismo desde perspectivas tan diferentes, incitan a una sugerente práctica de la dialéctica.

Publicado en el núm. 85 de la Revista de Estudios y Cultura de la Fundación 1 de Mayo

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