miércoles, 5 de abril de 2017

Las mujeres del silencio

  • Dos realidades tan opuestas como la soviética después del triunfo en la Segunda Guerra mundial y la española tras el triunfo franquista con algo en común: el silencio de las mujeres.


El Premio Nobel de Literatura de 2015 concedido a la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich reconoció una obra que no se basa en la ficción por primera vez desde Winston Churchill (1953). Sus libros construidos con las derrotas cotidianas, crónicas y testimonios, la han enfrentado al poder de Moscú.

El premio puede confundir porque literatura y periodismo no tienen en común más que el correcto uso del idioma, y el segundo ha de detenerse donde empieza la ficción literaria o, precisamente, la literatura. Aunque ese paso lo dio el conocido como nuevo periodismo y acabó creando obras como A sangre fría, desde hace mucho tiempo nadie concluye ese libro sin pensar que ha leído una novela de Truman Capote. Lo literario hace olvidar lo periodístico.

                Se pueden encontrar vínculos entre esa vieja escuela del nuevo periodismo y lo que Javier Cercas llama novela de no ficción, que marca diferencias con la recreación novelada de hechos reales. Aleksiévich, “historiadora del alma”[i], escribe “la historiografía de los sentimientos”[ii] basándose en los recuerdos de miles de mujeres. Los recuerdos no son historia –dirán los historiadores-, tampoco literatura –dirán los literatos-. Aleksiévich responde: “Simplemente son la vida, llena de polvo y sin el retoque limpiador de la mano del artista”[iii]. Es decir, periodismo.

Pero nos importan poco los criterios de la Academia sueca al conceder sus premios  (a una periodista en 2015, a un cantautor en 2016), y no tratan estas líneas de señalar la frontera definitiva entre ficción y no ficción o entre literatura y periodismo, o entre historia y recuerdos, sino de relacionar dos realidades tan opuestas como la soviética después del triunfo en la Segunda Guerra mundial y la española tras el triunfo franquista con algo en común: el silencio de las mujeres.

Silencios rotos en la victoria

En su libro La guerra no tiene rostro de mujer, Aleksiévich recoge los recuerdos de cientos de mujeres que combatieron en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra mundial como francotiradoras, tanquistas, cirujanas, guerrilleras, comisarias políticas, zapadoras, enfermeras o armeras, entre otros puestos, con distintos cargos militares.

El testimonio de quien vive la guerra en el campo de batalla no nos acerca al héroe ni a la trascendencia histórica de la victoria o de la derrota. Nos trae la presencia continua del miedo, del horror, de la muerte y la trascendencia vital de sobrevivir, casi siempre, contra todo, contra los demás, contra sí mismo. Un punto de vista individual, restringido.

Las descripciones de las batallas en Guerra y paz nos aproximan al caos del frente o de la huida. No sabremos nada de los hábiles o torpes movimientos de tropas, vistos desde lo alto de una montaña o en una maqueta sino el caos del frente de batalla, las consecuencias de las órdenes de los generales (dolor y muerte) y, a veces, el contexto trivial en el que se tomaron. Un punto de vista también restringido, aunque suene extravagante aplicarlo a una obra de más de 1.000 páginas.

Ese punto de vista tiene dos enemigos: el historiador, por razones obvias, y la propaganda, que glorifica la guerra, magnifica la victoria o convierte la derrota en heroica efeméride. La palabra del soldado (hombre o mujer) o se convierte en enemiga de la patria victoriosa cuando habla del sufrimiento en la guerra, del miedo y de la muerte, o se convierte en letra del himno patriótico cuando forma parte de la exaltación de la sangre derramada y, sobre todo, de la victoria.

La victoria elige a sus héroes o, mejor dicho, el poder que gestiona la victoria selecciona a los héroes apropiados.  Héroes, en masculino, porque:
Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la “voz masculina”. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones “masculinas”. De las palabras “masculinas”. Las mujeres mientras tanto guardan silencio.[iv]

El recelo inicial a que las mujeres participaran en la guerra, a que formaran parte del Ejército Rojo se manifestó con todo el menú habitual que se presenta para impedir el acceso de la mujer a actividades tradicionalmente ejercidas por los hombres. Las mujeres tuvieron que enfrentarse, como en cualquier tiempo, a las dificultades del no, primero, del rechazo, después, a la falta de medios adecuados (uniformes, higiene), a burlas y acoso sexual, al machismo siempre.

Superaron todos los inconvenientes, ejercieron las tareas militares más diversas y fueron reconocidas con galones y medallas, pero:  
Al principio nos escondíamos, ni siquiera enseñábamos nuestras condecoraciones. Los hombres se las ponían, las mujeres no. Los hombres eran los vencedores, los héroes; los novios habían hecho la guerra, pero a nosotras nos miraban con otros ojos. De un modo muy diferente… Nos arrebataron la victoria, ¿sabes? Discretamente nos la cambiaron por la simple felicidad femenina.[v]

Aleksiévich añade a la crónica oficial masculina las voces silenciadas, las voces de las mujeres calladas. Este añadido la ha enfrentado con el poder que conserva la historia oficial. Seguramente también con la compleja sociedad actual heredera de la URSS. “Recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”, afirma una de las mujeres entrevistadas.

Silencios rotos en la derrota

“Para que las experiencias de las mujeres no queden envueltas en silencio”, leemos en las primeras líneas del prólogo del libro de Fernanda Romeu, El silencio roto[vi]. Ante el rechazo de varias editoriales, la autora tuvo que pagar la primera edición en 1993. Romeu recoge testimonios de mujeres que lucharon contra el franquismo. A diferencia de Aleksiévich, no se limita a hilvanar declaraciones de mujeres sino que escribe un libro de historia con abundantes fuentes primarias.

La represión franquista se extendió desde el inicio del golpe militar hasta la muerte del dictador en 1975, 39 años después. Y más allá, porque, primero, hasta las primeras elecciones democráticas (junio de 1977) no cesó la intervención del aparato represivo del Estado franquista; segundo, al no depurarse, aunque reformado, continuó ya bajo el poder democrático; y tercero, hasta el día de hoy España mantiene una oprobiosa lista de miles de personas desaparecidas (más de 7.000 tiene registradas con nombre y apellidos el Foro por la Memoria en su página web). No existe una lista semejante en la historia europea, quizá no lo encontremos en la historia universal. El final de la guerra no coincidió, pues, con el final de la persecución del enemigo, ni con su caza, captura, muerte y olvido. Otra desgraciada singularidad de la patria.

La facción victoriosa del ejército ocupó su propio país. Con la ayuda de una parte de la sociedad y con el fervor de la Iglesia católica, mantuvo la vigilancia de una población bajo una causa general durante décadas y bajo sospecha siempre. La represión no distinguió nunca entre hombres y mujeres, milicianos y milicianas, niños y niñas, ancianos o ancianas. El castigo lo heredaron los hijos e hijas, nietos y nietas, primos, sobrinos y demás familia, como se detalla en las esquelas. Tampoco olvidaron a los amigos, ni a los matrimonios mal casados bajo las leyes republicanas, según el nuevo régimen nacionalcatólico. 

Las mujeres cayeron en esa extensa red represiva de todas las formas posibles, e iniciaron y protagonizaron la resistencia contra el franquismo también de todas las formas posibles. El testimonio de las mujeres se convierte en fuente de análisis histórico para Romeu porque ha sido “una herramienta familiar que las mujeres utilizan espontáneamente en su vida cotidiana”[vii]  y por la escasa información de la participación de las mujeres militantes en la lucha clandestina que contiene la documentación de sus propios partidos. De nuevo el silencio. Las luchadoras de toda la vida hablan por primera vez no solo ante una interlocutora extraña sino ante ellas mismas, que escuchan su propia voz contando su historia y la de otras.

Si durante la guerra y la resistencia hicieron de todo, en esta última debe destacarse el protagonismo exclusivo que tuvieron las mujeres en las tareas de supervivencia, como casi siempre (si hubiesen sido los hombres los encargados de esa tarea vital, lo llamaríamos logística y nos sonaría estúpidamente más digno, más heroico). En el monte y en las cárceles apoyaron a la guerrilla, al compañero o la compañera huidos y, hasta la ley de amnistía, a familiares condenados o a grupos represaliados durante la lucha clandestina. Su apoyo no cesó en las casas donde malvivían los restos de unas familias humilladas, ofendidas y perseguidas.

“La sociedad patriarcal dominante no hacía distingos de ideologías”[viii], escribe Romeu una línea antes de recoger el testimonio de una mujer que recuerda su situación al salir de la cárcel:
La mayor parte de los hombres que han salido de la cárcel aún con cierta edad han podido reanudar su vida; pero una mujer con cierta edad no tenía ninguna probabilidad de reanudarla.[ix]

Otra forma de silencio.




[i] Svetlana Aleksiévich: La guerra no tiene rostro de mujer. Debate. 2015.
[ii] Svetlana Aleksiévich: Obra citada.
[iii] Svetlana Aleksiévich: Obra citada.
[iv]Svetlana Aleksiévich: Obra citada.
[v] Svetlana Aleksiévich: Obra citada.
[vi] Fernanda Romeu: El silencio roto. El Viejo Topo. 2002.
[vii] Fernanda Romeu: Obra citada.
[viii] Fernanda Romeu: Obra citada.
[ix] Fernanda Romeu: Obra citada.

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