viernes, 29 de diciembre de 2017

´Aporofobia´, palabra del año 2017

Aporofobia, el neologismo que da nombre al miedo, rechazo o aversión a los pobres, ha sido elegida palabra del año 2017 por la Fundación del Español Urgente, promovida por la Agencia Efe y BBVA.

Esta es la quinta ocasión en la que la Fundéu BBVA da a conocer su palabra del año, escogida entre aquellos términos que han estado presentes en mayor o menor medida en la actualidad informativa durante los últimos meses y tienen, además, interés desde el punto de vista lingüístico.

Tras elegir escrache en 2013, selfi en 2014, refugiado en 2015 y populismo en 2016, el equipo de la Fundación ha optado en esta ocasión por aporofobia, un término relativamente novedoso que alude, sin embargo, a una realidad social arraigada y muy antigua.

La voz aporofobia ha sido acuñada por la filósofa española Adela Cortina en varios artículos de prensa en los que llama la atención sobre el hecho de que solemos llamar xenofobia o racismo al rechazo a inmigrantes o refugiados, cuando en realidad esa aversión no se produce por  su condición de extranjeros, sino porque son pobres.

Este término se acaba de incorporar al Diccionario de la lengua española y el pasado mes de septiembre el Senado español aprobó una moción en la que pide la inclusión de la aporofobia como circunstancia agravante en el Código Penal.

A estos hechos, se suma el interés lingüístico de un neologismo a cuya creación se le puede poner fecha y autor, y el social e informativo de un término capaz de designar una realidad palpable, pero a menudo invisible.

«Aporofobia pone nombre a una realidad, a un sentimiento que, a diferencia de otros, como la xenofobia o la homofobia, y aun estando muy presente en nuestra sociedad, nadie había bautizado», señala el director general de la Fundación, Joaquín Muller.

«Conviene recordar -agrega Muller- la importancia de poner nombre a las cosas para hacerlas visibles. Si no lo tienen, esas realidades no existen o quedan difuminadas. No se pueden defender o denunciar. En esta ocasión, la filósofa valenciana ha hecho una gran aportación a la sociedad y al idioma, y Fundéu ha considerado que es merecedora de ser elegida palabra del año». Más en Fundéu


martes, 19 de diciembre de 2017

Jardiel, la risa inteligente

Enrique Jardiel Poncela y la actriz
Berta Singerman,
durante el rodaje de la película
 'Nada más que una mujer' (1934)
en Hollywood.
En el verano de 1932, el ya entonces afamado autor de comedias español Enrique Jardiel Poncela viajó a Hollywood para incorporarse a la plantilla de los estudios Fox como adaptador de guiones al castellano. La meca del cine estadounidense estaba en plena expansión y, a falta de sistemas de doblaje o subtitulado, necesitaba rodar dos o tres veces la misma película: de día, la versión original en inglés; de noche, las mismas escenas en otros idiomas. Pero Jardiel tuvo un problema al llegar: acostumbrado a escribir siempre en los bares y cafés de Madrid, se bloqueó cuando lo instalaron en una oficina y no era capaz de redactar una línea allí dentro. Así que la Fox tiró por la calle de en medio: ordenó a sus escenógrafos que reprodujeran un café madrileño en el despacho de su nuevo empleado.

Aquello fue mano de santo. Desde ese momento Jardiel empezó a versionar guiones sin parar (que en muchos casos mejoraban el original, según afirman los estudiosos de su obra) y su extravagante rincón de trabajo se hizo popular entre la fauna hollywoodiense con el nombre de Poncella's Office. Entre esa fauna estaban Charles Chaplin y los hermanos Marx, con quienes el madrileño congenió de forma especial por su disparatada manera de entender el humor, cuyo rastro puede advertirse en exitosas comedias posteriores de Jardiel como Un marido de ida y vuelta (1939), Eloísa está debajo de un almendro (1940), Los ladrones somos gente honrada (1941) o Madre el drama padre (1941).

Así era muchas veces la vida de Jardiel: descacharrante e inverosímil, como él quería que fuera su teatro. Y así se puede comprobar en una de las mayores exposiciones retrospectivas que se ha realizado hasta la fecha sobre su trayectoria, que se ha podido ver en Zaragoza este otoño con el nombre de Poncella's Office y que desde hoy hasta final de enero se muestra en la sede central del Instituto Cervantes en Madrid con otra denominación, Jardiel, la risa inteligente. Continúa en El País

lunes, 18 de diciembre de 2017

La generación del 27 cumple 90 años

De izquierda a derecha: 1. Rafael Alberti; 2. Federico García Lorca; 3. Juan Chabás; 4. Mauricio Bacarisse; 5. José María Platero (presidente de la sección de literatura del Ateneo); 6. Manuel Blasco Garzón (presidente del Ateneo de Sevilla); 7. Jorge Guillén; 8. José Bergamín; 9. Dámaso Alonso, y 10. Gerardo Diego.

La imagen que acompaña estas líneas es probablemente la más famosa de la generación del 27. Tomada durante unas jornadas poéticas celebradas en Sevilla hace exactamente 90 años en honor de Luis de Góngora, se considera algo así como el acta fundacional del grupo.

La amistad es el elemento aglutinador más repetido al hablar de un colectivo de lo más heterogéneo, en sus edades y sus poéticas.

Así, el 15 de diciembre, Dámaso Alonso, José Bergamín, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Juan Chabás, Federico García Lorca y Rafael Alberti cogieron el tren diurno hacia Sevilla con la firme intención de defender, en dos jornadas organizadas por el Ateneo hispalense, el legado gongorino y, de paso, la “nueva literatura” que ellos representaban. “Terminaron por hablar de sí mismos y por decir sus poemas y los de los jóvenes poetas de Sevilla que los recibieron: Cernuda y los agrupados en torno a la revista Mediodía”, escribe el profesor de la Universidad de Granada Andrés Soria Olmedo. 

Las dos veladas poéticas se celebraron los días 16 y 17 en el salón de actos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País (el Ateneo estaba ocupado por los donativos para la fiesta de Reyes).

Su impacto fue relativo y, mientras Alberti lo recordó después como un “éxito inusitado”, Alonso hablaba con pesar de auditorios de “40 o 50 personas”, mientras que al banquete organizado como despedida el día 18, fueron "¡oh sorpresa! [...] ¡400 comensales!". En todo caso, su reflejo en la prensa (tres medios publicaron la famosa imagen tomada la noche del 16 al 17) fue mucho mayor que el de los actos gongorinos organizados meses antes en Madrid. Continúa en El País

lunes, 11 de diciembre de 2017

La cola del cometa

  • Sindicalismo e independencia, según el Noi del Sucre.
  • Antonio Soler novela la biografía de Salvador Seguí, el Noi del Sucre, en Apóstoles y asesinos.


Juan Jorganes Díez
En una literatura contemporánea en la que el trabajo nunca es el centro de la trama -y si aparece forma parte del paisaje, del telón de fondo-, resulta una novedad digna de reseñarse encontrar una novela en cuyo conflicto narrativo esté presente el trabajo y la protagonice un sindicalista.

Antonio Soler (Málaga, 1956) novela la biografía de Salvador Seguí, el Noi del Sucre, en Apóstoles y asesinos (Galaxia Gutenberg, 2016). Seguí formaría parte de la mitología sindical si tal cosa existiese. Sin duda fue una referencia en la Barcelona de las primeras décadas del siglo XX. Lo fue por su capacidad de liderazgo en las reivindicaciones laborales, por su trabajo organizativo y porque permanecen vivas sus teorías sobre el papel del sindicato, la unidad sindical, o la inseparabilidad de la presión y la negociación, que puede llevar al pacto. De la mano de Seguí asistimos a la fundación de la CNT como central sindical.

Salvador Seguí nació en Tornabous (Lleída) en 1886 y murió asesinado en Barcelona en 1923. Como su muerte se conoce, carece de interés para la tensión narrativa desarrollar unos hechos que desemboquen en el asesinato del personaje principal. Por eso, Soler dedica el primer capítulo al asesinato de Seguí. Ahora el autor tiene que manejar toda la documentación histórica sobre el personaje y su entorno de manera que presente al lector una narración interesante y no un informe del servicio de documentación. Lo consigue. Mezcla los datos con la descripción de un ambiente, traídos al presente de la lectura las ideas, los miedos, alegrías y peripecias del protagonista y de una ciudad dividida entre una clase obrera explotada, que comenzaba a organizarse y a luchar por sus derechos, sin que faltaran las bombas y las pistolas, y una burguesía que tenía de su parte el poder político, lo que incluía la policía, y el militar, y que, llegado el caso, defendía sus privilegios con las armas, reclutando matones cuando le parecía necesario.

Aquella Barcelona de comienzos del siglo XX da para muchas novelas.

Aquella Barcelona

A Eduardo Mendoza le dio para dos novelas: La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986). Ambas tuvieron éxito entre el público y la crítica, recibieron premios varios y llevaron a su autor a la nómina de ilustres de nuestras letras (se le concedió el Premio Cervantes en 2016). Los autores contemporáneos a los hechos que novela Soler no les prestaron atención en sus obras, al menos entre los más importantes. Solo Valle-Inclán deja constancia de la lucha obrera y su represión en Luces de bohemia con el personaje de El Preso, un obrero barcelonés con quien comparte celda Max Estrella durante unas horas. “Barcelona alimenta una hoguera de odio”, le dice a Max. Levantó un motín en la fábrica y fue condenado. “Conozco la suerte que me espera: Cuatro tiros por intento de fuga”.

La vida del Noi transcurre señalada por grandes acontecimientos internacionales y nacionales: las dos exposiciones universales de Barcelona (1888 y 1929), la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la crisis española tras perder en 1898 las últimas colonias (Cuba y Filipinas), la Semana Trágica de Barcelona (1909) con la guerra de Marruecos al fondo, la Revolución Rusa (1917), el conflicto laboral de La Canadiense (Barcelona, 1919) o, como ya se ha adelantado, la fundación de la CNT (1911).

Las dos exposiciones renuevan la ciudad. Atraen a miles de personas en busca de trabajo, a otras tantas en busca de negocio y a un sinnúmero de buscavidas. La neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial convierte Barcelona en centro del contrabando de armas y base del espionaje internacional.

Mendoza se enfrenta a esa Barcelona libremente, sin atarse a los acontecimientos históricos ni a la biografía de un personaje real, con esa ironía descreída marca de la casa, tan cercana siempre a la caricatura. Soler está obligado a ser fiel a los hechos y a la vida de Salvador Seguí, el Noi del Sucre. Con planteamientos y estilos muy diferentes, Mendoza y Soler manejan elementos novelescos que surgen con fuerza, desde la realidad o desde la ficción, de una misma fuente: aquella Barcelona.

El Noi del Sucre

Salvador Seguí es hijo único de campesinos leridanos llevados a Barcelona por la misma ola que arrastró a tantos emigrantes, la de la Exposición Universal de finales del XIX. Su vida laboral comenzó a los once años. Después de trabajar en una panadería y en un garito de mala muerte, elige el oficio de pintor de brocha gorda. Muy pronto se aficiona a la lectura. Un compañero de la panadería le presta novelas y obras de autores que quieren cambiar el mundo: Kropotkin, Spooner, Max Stirner, Proudhom. En su habitación un retrato de Friedrich Nietzsche sustituirá en seguida la estampa de San Judas.

Extravertido, dicharachero, recorre las calles, charla y bromea con todo el mundo, asiste a reuniones de anarquistas, participa en ellas con vehemencia. “Resulta atractivo para las chicas del barrio. Sonríe con facilidad y también con bastante facilidad le aflora la ira”. Sublevar es el verbo que más conjuga en esta etapa de radicalismos. Con otros de su misma onda, forma el grupo “Els Fills de Puta”, toda una declaración de principios. Con quince años ya ha pasado unas horas en un calabozo por formar parte de un piquete y se considera un experto en la lucha obrera.

Su espíritu inquieto le empuja a buscar otros grupos obreros en los que debatir, con los ojos y los oídos muy abiertos. Su cabeza y su corazón están con los anarquistas, pero “tienen que encontrar una fórmula para ganar la confianza de la sociedad y hacerse cómplices de los trabajadores, que no deben ver en ellos a los representantes de un imposible sino un grupo organizado y decidido a alcanzar conquistas concretas. Justicia, pan, dignidad. Trabajo, salario, derechos”. Verá en la violencia más un peligro para la clase obrera que una forma de presión. “Su ideal no es otro que un obrero bien alimentado y bien educado”. Ha trazado las líneas de su ideario, que defenderá con toda la energía de su personalidad desbordante.

Hasta el día de su asesinato defenderá la organización obrera y contribuirá con todas sus fuerzas a la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT); luchará por la unidad sindical y vencerá todos los obstáculos para conseguirla con UGT, incluso con el amarillista Sindicato Libre; buscará siempre mejorar las condiciones laborales y peleará tanto en el enfrentamiento contra la injusticia como por el acuerdo que suponga un avance; rechazará la violencia armada, incluida la reacción contra los asesinatos de los pistoleros al servicio de la patronal o de la misma policía; separará el sindicato de la política; sus buenas relaciones con el catalanismo (es amigo íntimo de Companys), no le impiden ver la independencia de Cataluña como “la cola del cometa”.

Su defensa de la lucha obrera sin pistolas para conseguir mejoras concretas de las condiciones de vida de los trabajadores le convierten en el enemigo de una parte de sus propios compañeros, que le acusan de traidor (pacifista, contemporizador), y de la patronal, que duda de su victoria en ese terreno porque tiene la seguridad de que ganará en el enfrentamiento directo a sangre y fuego.

La cola del cometa

Salvador Seguí y Lluís Companys se reencuentran por casualidad en Barcelona. Ambos proceden del campo leridano, Companys hijo de terratenientes y Seguí de humildes trabajadores.  Companys ha estudiado Derecho y lleva un bufete cuya principal clientela se compone de “obreros represaliados, militantes y trabajadores perseguidos por su filiación política o sindical”. Un propósito magnífico y un negocio funesto. Las intenciones del niño bien y del pintor de brocha gorda coinciden en tantas cosas que se iniciará una amistad inquebrantable  junto con Francesc Layret, amigo de Companys desde el bachillerato, también abogado, también con un despacho cargado de ideales y trabajo, pero muy escaso de ingresos.

Layret morirá asesinado, acribillado por casi veinte disparos, el 30 de noviembre de 1920, dos años y medio antes que Seguí.

Companys y Layret participan durante la primavera de 1917 en la fundación del Partit Republicà Català, futura Esquerra Republicana de Catalunya. La relación del trío se mantiene irrompible incluso cuando en el sindicalismo catalán domina la desconfianza hacia los políticos. “Especialmente hacia los políticos de derecha y, especialmente, hacia la derecha catalanista. Cambó se ha convertido en el traidor oficial”. Para el Noi, los de la Lliga, el partido de Cambó, y los que no son de la Lliga pero están con ellos no quieren realmente la independencia de Cataluña. “Lo único que quieren es usar Cataluña como un chantaje. […] Y los trabajadores, nuestras condiciones laborales, nuestra explotación, es la moneda de cambio”.

Companys y Lairet se quejan de que Seguí les incluya en el mismo saco que a Cambó. Ellos sí han apoyado la huelga general y lo han pagado con represalias. Seguí les replica que tienen en común el catalanismo. Layret le pregunta si le parece mal que sean catalanistas. Responde Seguí: “No me parece nada. O sea, nada en absoluto. Es un adorno. Es un acto secundario. Es lo que viene después de lo que viene luego. Es la cola del cometa. ¿O de verdad me queréis decir que a uno de nuestros trabajadores, cuando lo entierren a causa del hambre o por un tiro de un guardia civil, le va a importar que la bandera que esté colgada en el gobierno civil tenga las rayas más anchas o más estrechas?”.

“Antes que la independencia queremos todo lo demás. La justicia social, por ejemplo”. Habla el Noi “con su voz ligeramente ahuecada, como un trueno en una bóveda”.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Bernarda Alba también es un hombre

  • Con un reparto masculino, Carlota Ferrer dirige el clásico de García Lorca, todo un canto a la libertad de las mujeres

Y de pronto, desde un rincón del público, surge la voz de Bernarda Alba. Es un rugido feroz, una cruel amenaza: “En ocho años de luto, en esta casa no entrará el viento de la calle”. Así comienza la tragedia en esa casa de paredes blanquísimas, habitada solo por mujeres y cerrada al mundo por la viuda de Antonio María Benavides, su segundo marido. Unas mujeres que también son hombres. Una Bernarda que puede estar y está entre el público, entre cada uno de nosotros. Así lo vive la directora Carlota Ferrer (Madrid, 1977) que estrena un potente y radical montaje en el que las mujeres de esta obra escrita por Federico García Lorca en 1936, muy poco antes de morir, son aquí hombres. Es la visión feminista de este drama lorquiano, en medio de una sociedad cómplice del silencio, que se estrena el próximo día 14 en los Teatros del Canal, en Madrid, donde estará en cartel hasta el 7 de enero. Eusebio Poncela, en la piel de Bernarda Alba, encabeza un reparto en que los hombres (Ygor Yebra, Óscar de la Fuente, Jaime Lorente, David Luque, Guillermo Wickert, Arturo Parrilla y Diego Garrido) son los encargados de dar la palabra a las mujeres, acompañados de una sola actriz, Julia de Castro. Esto no es la casa de Bernarda Alba es el título de este espectáculo que combina teatro, imagen, poesía, música y danza.

“Muchos de los personajes de Lorca manifiestan su deseo de ser hombres para poder gozar de libertad”, explica Carlota Ferrer, codirectora junto con Dario Facal del Corral de Comedias de Alcalá de Henares, que firma esta versión de La casa de Bernarda Alba junto con el dramaturgo José Manuel Mora, con el que ganó el Premio Max al Mejor Espectáculo Revelación en 2015 por Los nadadores nocturnos. “Al poner en boca de hombres las palabras de Lorca se pone en evidencia la fragilidad de la mujer ante la visión dominante del orden heteropatriarcal y su gestión del mundo a través del miedo. Son hombres que narran una determinada historia de mujeres” añade la directora, tras un ensayo en una de las salas de los teatros del Canal, no sin antes advertir de la libertad absoluta que tiene como dramaturga para romper todo tipo de convenciones. Continúa en El País

viernes, 24 de noviembre de 2017

El origen del ´Black Friday´

Ya sabemos que el “Black Friday” o “Viernes Negro” es una tradición americana que consiste en una bajada de precios en los principales comercios, durante el último viernes del mes de noviembre, coincidiendo con la inauguración de las compras de Navidad. Pero, ¿cuál es el origen de esta celebración? 
El primer uso del término “Black Friday” se dio, no para referirse a las compras de Navidad, sino en relación a una crisis económica: el viernes 24 de septiembre de 1869, dos implacables financieros de Wall Street, Jay Gould y Jim Fisk, tras un intenso trabajo por conseguir grandes beneficios, fracasaron en su empeño, y el mercado entró en bancarrota. Por ello, se nombró a ese día como el “viernes negro”.
Otra de las historias que acompañan al término “Black Friday” tiene que ver con el papel de los pequeños comercios en el mercado. La tradición cuenta que, tras un año entero de pérdidas (es decir, números rojos), por fin, tras el día de Acción de Gracias, llegaba la época navideña, día a partir del cual comenzaban los beneficios, y con ellos, en lugar de números rojos, se producían “números negros”.
Otros afirman que su origen se remonta al 19 de noviembre de 1975, día en el que el “New York Times” acuñó por primera vez el adjetivo de “negro” para referirse al desbarajuste del tránsito y el caos que se había dado en la ciudad de Nueva York en aquel año, debido a los descuentos del día posterior a Acción de Gracias. Fuente: Canal Historia

jueves, 23 de noviembre de 2017

WTF, LOL y otras abreviaturas que deberías saber descifrar


Es un vulgarismo inglés que significa «What the fuck». Muy frecuente en la Red para expresar asombro o desacuerdo, significa «¿qué diablos?», «¿qué demonios?», «¿pero qué me estás contando?»...


Es un acrónimo en inglés que significa «Laughing out loud». Popularizado también en internet, se traduce como «reírse en voz alta o reírse mucho tiempo» (a carcajadas). En resumen: estar muerto de risa. Además cuenta con un plural: «LOLZ».

Dime qué palabras usas y te diré a qué generación perteneces

Cuando al autorretrato se le llamaba autorretrato,
Frida Khalo pintó el suyo
De los pololos a las hombreras. Solemos creer que es la moda la que define cada generación. En realidad, "son nuestras palabras las que nos visten", explica Mar Abad, autora del libro De estraperlo a #postureo (VOX). Ha recopilado los términos más representativos de las últimas cuatro generaciones en España.

En la generación silenciosa (aquellos nacidos en los años 20 y 30 del siglo pasado) se podían ganar unas "perras chicas" siendo "paragüero" o "afilador". Y las muchachas "peripuestas" vestían "pololos".

Los baby boomers, nacidos en las décadas de 1940 y 1950, iban en Vespa a los "guateques" luciendo sus mejores "niquis".

La generación X (nacidos en los 1960 y 1970) se llenó de "yuppies" sintiéndose "guay" porque hacían "footing". A otros les parecía "dabuten" darlo todo bailando a ritmo de "bakalao".

Los millennials (nacidos en los 80 y 90) se hacen "selfis" para olvidar que, con suerte, llegarán a ser "mileuristas".

Y al autorretrato se le llamó selfi
Hay cosas que no cambian. De las revistas que enseñaban a las mujeres a estar siempre guapas -"peripuestas"-, hemos pasado a los tutoriales de belleza en YouTube.

Viajar a través de las palabras nos permite confirmar que la sociedad también avanza de forma cíclica. El vocabulario de la generación silenciosa quedaba marcado por el hambre ("estraperlo", "puchero") y por la moral de la época ("pecaminoso", "descocarse"). Ahora se habla de "precariado" y "ninis" y las nuevas reglas morales también conquistan el lenguaje ("poliamor", "sexting"). Los términos que inventan sirven para referirse a los mismos temas. Mientras tanto, dos generaciones intermedias como los baby boomers y los X se han centrado en términos más relacionados con el consumo, el hedonismo y la apertura de las comunicaciones: "molar", "guay", "buga" y "emoticonos".

Al hacer un glosario para cada una de estas generaciones, la periodista se ha dado cuenta de que, curiosamente, son los jóvenes los que siempre definen el nuevo vocabulario. "[La adolescencia y primera juventud] es el momento en la vida en que buscamos independizarnos de nuestros padres. Tener nuestros propios códigos garantiza esa autonomía", explica.

Lo que es coloquial en una generación termina convirtiéndose más adelante en vocabulario habitual. "Solo que cada vez ocurre más rápido", dice.  Antes de internet, "esa evolución era muy lenta y dependía del boca a boca y de los medios de comunicación". Con las redes sociales "se ha acelerado el proceso" y ya no hace falta esperar ni una sola generación. Más en El País


martes, 14 de noviembre de 2017

Flamenco en la revolución de los sóviets


Juan Jorganes


Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 – Londres, 1944) publicó en 1934 El maestro Juan Martínez que estaba allí. Republicano y demócrata convencido, con una brillante carrera periodística, se exilió antes de la victoria fascista, primero a París y después a Londres.

La editorial Renacimiento ha ido rescatando su obra y recopilando textos periodísticos y relatos. Su biografía del torero Juan Belmonte le mantenía en la frontera del olvido, sin cruzarla del todo. Para que hoy su obra sea fácil de encontrar en las librerías, incluso en ediciones de bolsillo, han contribuido la iniciativa editorial, el interés del público por lo que, grosso modo, conocemos como memoria histórica y a quien se considera el descubridor de un libro que califica de “crucial”, Andrés Trapiello. Ese libro se titula A sangre y fuego (1937).

Para Trapiello, Chaves Nogales representa la “tercera España”, la derrotada por los “hunos y los hotros”, que dijo Unamuno. Ambas expresiones han alcanzado fortuna en amplios sectores de la opinión publicada, que han encontrado en ellas la vestimenta intelectual para tapar su tibieza antifranquista y su hostilidad contra la II República, o en quienes reparten culpas entre un Gobierno legítimo y unos golpistas con tal precisión que alcanzan siempre el equilibrio del cincuenta por ciento. Según Trapiello, Chaves Nogales perdió la guerra y la literatura, “a diferencia de la mayoría de sus colegas, que o bien ganaron la guerra o bien ganaron la literatura”. Trapiello dixit y aquí se queda, que el maestro espera.

¿Quién es el maestro Juan Martínez y qué hacía por allí? En las primeras líneas, el autor nos lo presenta como “mi viejo amigo”, tiene cuarenta y tres años y vive en París. Bailarín e hijo de bailarín, “había robado a Sole –una moza de pueblo, alegre y bonita como una onza de oro- y se había ido con ella a París de Francia”. Con el nombre artístico de Los Martínez, “se ganaban la vida bailando por los cabarets de Montmartre”. Una vez hechas las presentaciones en un par de páginas, toma la palabra Juan Martínez y él será quien nos cuente su peripecia por allí, es decir, por Moscú, Petrogrado y Kiev. Era el año 1917, eran los días de la Revolución de Octubre. Estamos, pues, de centenario.

Lo primero que llama la atención es que Chaves Nogales elija a ese narrador para contarnos la Revolución rusa y que lo haga en los años treinta, tan marcados ideológicamente, cuando la política europea caminaba entre truenos y relámpagos por caminos que se cubrirían de millones de muertos. El año de la publicación del libro (1934) tampoco se vivía con placidez en España. El triunfo de la derecha en las elecciones de 1933 y sus decisiones antirreformistas tuvieron una respuesta extremista en Asturias, en cuya violentísima represión destacó el militar golpista Francisco Franco, y en Cataluña, cuyo presidente de la Generalitat, Lluís Companys, “proclama el Estado Catalán de la República Federal Española”, lo que les costaría la cárcel a él y a su Gobierno.

¿Es de fiar el punto de vista de un bailarín flamenco, un artista de varietés, un cabaretero? Chaves Nogales corría el peligro de que los prejuicios desacreditaran al narrador, pero el relato verosímil de aquellos diez días que conmovieron el mundo contado por Juan Martínez apasiona y divierte. Chaves elige al individuo frente al acontecimiento histórico; al desclasado acomodadizo, a quien todo le parece bien si él está bien, frente al militante ideologizado; y al antihéroe conformista, cuya única hazaña concebible en la vida es la de sobrevivir, frente al revolucionario. Por ello y por muchas de sus peripecias en las que no faltará el humor, resulta fácil relacionarlo con los pícaros de nuestra literatura clásica.

Mis alubias, mi guitarra y mi Sole

Los Martínez habían llegado a Moscú buscándose la vida. Su lugar de destino lo elegía cualquier oferta de trabajo, ya fuera París u otra ciudad que ni siquiera sabrían buscar en un mapa. La vida les cae encima, como a la mayoría de los mortales, y unas veces recogen billetes y champán y otras les llueven piedras y clavos. Juan Martínez juzgará cada circunstancia vital basándose en cuántos billetes o en cuántas piedras ha recogido a lo largo del día.

Detestará la revolución porque rompe un mundo previsible que les daba lo imprescindible para vivir. Si desaparecen burgueses y príncipes, desaparece el dinero que corría por los cabarets, y si desaparecen los cabarets, los burgueses y los príncipes, Los Martínez pasarán hambre.  La guerra civil entre blancos, rojos y nacionalistas ucranianos traerá mucha hambre, mucha violencia y muchos muertos. En consecuencia, Juan Martínez juzgará que todos son iguales y nos contará que el pueblo de Kiev aclama el bando que les libra del verdugo, pero, como todos son verdugos, la aclamación y la muerte se suceden en un círculo trágico y, a veces, grotesco.

“A mí la toma del poder por los bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo champaña a todo pasto”. Eran los días buenos de Juan Martínez. En los días malos tendría que pelear, literalmente, por la comida o por un hueco en un tren para reencontrarse con Sole: “Molido, lleno el cuerpo de cardenales, con los nudillos sangrando, me senté en un rinconcito del pasillo con mis alubias, mi arroz y mi guitarra, y allí fui acurrucado como un perrillo durante todo el viaje, pensando: ¿Qué habrá pasado en Moscú? ¿Qué habrá sido de mi Sole?”.

No será esa la peor situación en la que se encuentre, pero contiene los elementos vitales básicos de nuestro bailarín, sin los cuales no hay revolución que le merezca la pena: comida, trabajo y amor. ¿Por qué huía de los bolcheviques? “No porque yo tuviese unas ideas políticas distintas de las de ellos, que nunca he tenido una idea política, sino porque los bolcheviques, buenos o malos, sostenían que los artistas de cabaret no teníamos derecho a la vida y deseaban que nos muriésemos cuanto antes”.

Un flamenco, ¿es un proletario?

Ni el oficio de bailarín flamenco ni la vestimenta, tanto la de calle como la artística, ayudaron a Martínez cuando los salvoconductos imprescindibles los expedían el ser y parecer un proletario.  En un tren atestado de militares soviéticos, se salvará de la ira de aquella gente cuando demostró que se ganaba la vida como un obrero al enseñar las palmas de las manos deformadas por dos callos enormes. Lo que no les dijo es que los habían causado las castañuelas.

Sole resume su situación: “Aquí ya no somos artistas, ni españoles, ni burgueses, ni nada. Aquí no tienen derecho a comer ni a vivir más que los proletarios y los bolcheviques, y ya estamos tú y yo siendo más proletarios y más bolcheviques que nadie”. Claro que, visto lo visto, formar un sindicato de artistas de cabaret e incautarse de alguno en nombre de la Revolución tampoco parecía una buena idea. Sole tiene la solución: “Podíamos juntarnos con los artistas del circo. Nos metemos en su sindicato, servimos a los bolcheviques en lo que quieran y que nos den de comer. No vamos a morirnos de hambre porque hayamos tenido la desgracia de no haber nacido bolcheviques. Tampoco en España habíamos nacido señoritos, y nos ingeniábamos para servirles y que nos diesen de comer”.

La solución de Sole contiene los principios fundamentales de la pareja: Servimos a quien nos dé de comer, sea señorito o bolchevique. Son los mismos principios del pícaro, que no le impiden criticar el poder al que sirve.

En los vaivenes de aquellos días, Juan Martínez se vio convertido en guardia rojo de la noche a la mañana. “Prudentemente, procuré no distinguirme demasiado”, aclara.

Dispuesto a reivindicar siempre que podía su oficio de artista de varietés, de bailarín, se presentan ante la comisión depuradora del sindicato con la intención de bailar un tango, ella con un “elegante vestido de soirée” y él con un frac. No les dejaron ni empezar. En la Rusia soviética no había lugar ni para fracs ni para bailes de salón. “Atiende, camarada –le dice al presidente de la comisión depuradora- mi verdadero arte no es éste, sino el flamenco”. Nadie sabe lo que es eso. Así se lo explica: “Es un arte exótico, que tiene valor universal. No es un arte de burgueses, sino del pueblo, el arte más popular del mundo”. Se cambia el frac por una chupa y se marca una farruca acompañado sólo por el castañeteo de los dedos. Cuando acaba, la sorprendida comisión no sabe a qué atenerse. Después de refregarse la gorra con la pelambrera, el presidente de la comisión le dice al secretario: “Martínez, contorsionista. Al circo”.


En 1919 John Reed publicó en EE UU Diez días que conmocionaron el mundo. Se ha convertido en un clásico sobre la Revolución de Octubre. Renacimiento edita ahora la versión española que la Editorial Laboremos imprimió en 1929. El periodista estadounidense, militante socialista, revolucionario, escribe sus crónicas desde un punto de vista muy distinto al de Chaves. El libro de Reed lo encontraremos en la sección de Historia y el de Chaves en la de Literatura. Sin embargo, deberían leerse uno a continuación del otro. La revolución vista a ras de suelo (Chaves) y la revolución vista desde la altura de un acontecimiento histórico, como heroica lucha y heroico triunfo bolchevique (Reed). La relación entre el individuo y la masa (organización o Estado) vive en un conflicto siempre. Si se inició tras una revolución, como la soviética, ya comenzó traumáticamente y sabemos cómo acabó; si se inició con un pacto social, como el socialdemócrata, las aspiraciones individuales contra los límites del Estado para satisfacerlas acabarán por romperlo (en esas estamos). Uno y otro libro, contando lo mismo desde perspectivas tan diferentes, incitan a una sugerente práctica de la dialéctica.

Publicado en el núm. 85 de la Revista de Estudios y Cultura de la Fundación 1 de Mayo

lunes, 6 de noviembre de 2017

Breve historia de la letra eñe

En los textos escritos en latín, y posteriormente también en aquellos escritos en los idiomas que vienen de él, las palabras se abreviaban muchísimo. Hoy los puristas se espantan de que en los mensajes por teléfono la gente escriba q en lugar de que o tngo por tengo, pero lo cierto es que si miramos manuscritos medievales o incluso impresos de los siglos XVI a XVIII, nos encontramos muchísimas palabras abreviadas.

Normalmente, la abreviación se señalaba con una marquita (una línea chica, una comita o unos puntos) arriba de la palabra que se estaba abreviando. Había voces muy frecuentes (que, para, tierra...) que salían abreviadas, tanto en escritos muy cuidados como en otros menos elaborados. Un signo de abreviación de lo más común era el de usar una línea encima de una letra, y eso implicaba añadir una ene. O sea, si escribían contādo, la palabra era en realidad contando. O pēsar era pensar.

En latín no existía el sonido de la eñe. En las lenguas derivadas del latín existe ese nuevo sonido porque ha evolucionado la pronunciación de algunas sílabas latinas específicas. Así, usamos eñe para puño, viña, paño, o para el propio nombre España, donde en latín había pugnu, vinea, pannus e Hispania.

Las lenguas que han salido del latín se escriben tomando las letras del latín. Pero ¿qué pasa si te inventas, si creas un sonido nuevo? ¿Cómo lo escribes? ¿Cómo representar el sonido de la eñe? Se usaron diversas letras para representarlo, y la mayoría de las lenguas romances apostó por combinar dos letras: el catalán lo escribe con ny. El portugués con nh. Con gn se representa en francés... Para el caso del castellano, desde el siglo XIII ya está bastante generalizado el hábito de utilizar ñ (o sea, n con raya encima) para el nuevo sonido.

¿Por qué el castellano optó por la eñe? Fue una especie de acuerdo tácito derivado del uso: no todas, pero sí muchas de las palabras que se escribían y pronunciaban con nn en latín dieron el nuevo sonido para el que se buscaba representación (canna > caña). Y como una doble n se podía abreviar con n y una línea encima... Ahí tenemos el origen de la ñ. Lo exclusivo del español no es el sonido (que tienen otras lenguas hermanas) sino la letra con que representarlo.

En 1991, cuando, pensando en la comodidad del comercio entre países, la Unión Europea propuso excluir a la letra eñe de los teclados de ordenadores españoles, las reacciones enardecidas de políticos y escritores echaron atrás la propuesta. ¡Hubo hasta quien dijo que si la eñe no entraba en el teclado, España se saldría de la Unión Europea! Luego han venido también noticias agradables, como la inclusión de la eñe en los nombres de dominios web. 

Más en El País

jueves, 26 de octubre de 2017

El bum del ‘boom’

Las onomatopeyas son palabras creadas de oído. Quizás los idiomas nacieron de ellas, gracias a los sonidos que evocaban el viento, los truenos o los animales.

Usamos dos tipos de onomatopeyas (del griego onomatopoiía): las que se forman con un significado concreto a partir de una percepción sonora relacionada con él (por ejemplo, “murmullo”, “tintineo”, “tiritar”...) y las que intentan reproducirlo: (“el puente hizo catacrac”, “ya oigo el tictac”, “ay, qué vaca tan salada, tolón tolón”).

El español dispone de onomatopeyas hermosísimas. En el mundo de los sonidos suaves decimos “susurro”, “cuchichear”, “bisbiseo”…; y en el de los ruidos, “estruendo”, “rugir”, “traqueteo”, “carraca”, “roncar”, “rasgar”, “bomba”… Las letras de nuestro alfabeto se acercan a esos sonidos de forma lo suficientemente aproximada como para que entendamos de qué vibración sonora se trata, aunque no puedan reproducirlos con exactitud.

Sin embargo, algunos de esos sonidos se han entendido de distinta manera en cada idioma. Por ejemplo, el gallo canta en inglés cock-a-doodle-doo (coc-a-dudel-du), y en francés cocorico, mientras que para nosotros hace quiquiriquí. El perro inglés dice wow wow y el español guau guau, mientras que el perro catalán, si es bilingüe, puede decir también bup bup.

Pero otros sonidos los oímos igual, aunque cada idioma los adapte a sus grafías. Por ejemplo, clic (que en inglés se escribe click) o crac (crack en aquella lengua). Y así sucede también con el ruido de una explosión o un golpe fuerte. Los anglosajones escriben la onomatopeya boom a fin de pronunciar “bum” cumpliendo con su sistema de correspondencias entre grafemas y fonemas. Y nosotros… Ay, nosotros también escribimos “boom”.

Leemos muy a menudo “el boom de la literatura hispanoamericana”, “la botella hizo boom”, “el boom inmobiliario”, “ese disco ha sido un boom”… y otros muchos estallidos de algo que se expande como si procediera de una explosión.

Las Academias de la lengua española incluyeron en su Diccionario panhispánico de dudas la entrada “bum” con dos sentidos: la mera interjección que imita el ruido de un golpe o de una explosión (“de repente, ¡bum!, la lámpara se cayó al suelo”) y la expresión usada para señalar el auge o el éxito repentino de algo (“hoy vivimos el bum de las redes sociales”).
Pero el banco de datos de la Real Academia Española permite observar cómo esta opción ha ido siendo derrotada paulatinamente por su equivalente inglesa.

Por tanto, ahora vivimos el bum de boom; pero al menos tendremos el consuelo de que los gallos sigan diciendo “quiquiriquí” y los perros “guau guau”, sin que a ellos pueda aquejarles ningún complejo de inferioridad. Eso sí, el día en que un gallo español cante cock-a-doodle-doo, que no se extrañe nadie. 

Extracto del artículo de Álex GrijelmoEl texto completo en El País

lunes, 9 de octubre de 2017

100 cuentos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges

Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.” Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

                                                                        FIN


miércoles, 4 de octubre de 2017

El español es el único idioma que utiliza signos de interrogación y admiración dobles

La historia de esos dos signos es antigua. El signo de admiración ya se encuentra en manuscritos latinos medievales y, a decir de la Real Academia de la Lengua, el de interrogación se lo debemos a los carolingios, la dinastía de origen francés que dominó Europa Occidental entre los siglos VIII y X.

Pero, en sus orígenes, esos dos signos se empleaban únicamente al final de las frases.
Tardaron bastante en empezar a utilizarse también en la apertura de las frases interrogativas y exclamativas. De hecho, fue sólo en la segunda edición de la Ortografía de la Real Academia de la Lengua, publicada en 1754, cuando el signo de inicial de interrogación hizo su irrupción.

Los académicos estuvieron debatiendo largamente sobre el asunto y llegaron a la conclusión de que el signo de interrogación final no bastaba, sobre todo en ciertas frases largas.

"Por lo tocante a la nota de interrogación se tuvo presente que, además del uso que tiene en fin de oración, hay periodos o cláusulas largas en que no basta la nota que se pone al fin y es necesario desde el principio indicar el sentido y tono interrogante con que debe leerse, por lo que la Academia acuerda que, en estos casos, se use la misma nota interrogante poniéndola tendida sobre la primera voz de la cláusula o periodo con lo que se evitará la confusión y aclarará el sentido y tono que corresponde. Y aunque esto es novedad, ha creído la Academia no debe excusarla siendo necesaria y conveniente", se lee en el acta de una de las reuniones que mantuvieron.

Con ese argumento, el 17 de octubre de 1753 los académicos tomaron una decisión histórica: habría también signos de interrogación de apertura que se colocarían al comienzo de las frases interrogativas, y que se señalaría con el mismo signo que ya existía pero invertido. Más en BBC

jueves, 28 de septiembre de 2017

Las natillas que entusiasmaban a Juan Ramón y Zenobia

  • Un libro acerca el lado más humano de la pareja de literatos al rescatar sus recetas y la relación de ambos con los alimentos y las tareas domésticas
Zenobia y Juan Ramón, en su casa de
Washington (1943)
“Si no es por Zenobia, Juan Ramón habría muerto antes o se habría vuelto loco”, afirma María José Blanco mientras su compañera Pepi Gallinero asiente y ratifica: “Ella salvó a Juan Ramón”. Lo afirman tras haber investigado durante dos años un aspecto inédito de la pareja: sus recetas culinarias y su relación con los alimentos. De ese trabajo ha salido el libro La cocina de Zenobia (Editorial Niebla). 

Destacan el trato exquisito de la pareja a sus amigos y empleados, cuando los tuvieron, y cómo la comida fue una manera de expresar ese cariño en todos los sentidos. De ahí los intercambios de recetas para cuidar el delicado estómago de Juan Ramón o los envíos de dulce membrillo para él o para los allegados o cómo un providencial regalo de jamón de Huelva y aceite de oliva consiguió frenar una persistente diarrea del escritor.

Juan Ramón no era exigente con la comida. Una copa de Danone a las seis y media de la tarde, jamón cocido, huevos, leche y dátiles eran parte de la dieta básica del nobel. Pero Zenobia, inquieta y ávida de nuevos conocimientos, asiste a clases de cocina en Cuba y las intercambia por lecciones de español en Estados Unidos para mejorar en la alimentación y buscar de forma constante comidas que le sentaran bien al delicado estómago de su esposo. Así va conformando un menú de 158 recetas (en español e inglés) que se incluyen en la publicación.

Entre los postres destacan las natillas de las hermanas Lavedán, que entusiasman a la pareja y que consumen hasta dos veces por semana, o el suflé de queso de Llo Browne Wallace, esposa del vicepresidente de Estados Unidos Henry A. Wallace, a quien Zenobia enseña español a cambio de clases de cocina.

La obra, además, describe la relación de ambos con las tareas domésticas. “J. R. ha estado fregando los cacharros en mi lugar y es una fregona de buena voluntad, pero deja acumular lo sucio de dos o tres comidas para no interrumpir su trabajo y después lo lava todo a las seis, cuando ya la luz no le sirve para trabajar. Es un buen método para no interrumpir el trabajo importante, pero se acumula el mal olor de la cocina”, escribe Zenobia.

El poeta también asume algunas labores culinarias para lo que, según relata su esposa, “se da una maña grandísima” que asombra a su familia. Le prepara el almuerzo a Zenobia para que se lo lleve a la universidad. “Me hace llevarme seis cosas: un sándwich, un huevo duro, un plátano, un bizcocho, una barra Suchard y alguna otra cosa”, describe la escritora. Más en El País

Versos sueltos

Juan Jorganes Díez

Cuando  José Hierro logró en 1999 el Premio Nacional de Poesía por Cuaderno de Nueva York, se habían imprimido ocho ediciones del libro y se habían vendido 25.000 ejemplares. Había pasado año y medio desde su publicación. Al autor este éxito de ventas le resultaba “absolutamente incomprensible”. Aún no eran años de Internet y Youtube. Tampoco lo eran cuando Lorca llenaba teatros leyendo sus poemas o cuando la actriz sevillana Gabriela Ortega (1915-1995) se ganaba la vida llenando también los teatros de Argentina y otros países latinoamericanos recitando poesía. Más recientemente, Rafael Alberti y Nuria Espert se pasaron años subiendo a los escenarios con un puñado de poemas en las gargantas ante un público multitudinario.

A día de hoy tenemos constancia de ediciones de 10.000 ejemplares “y no eres nadie si bajas de 4.000” –afirman quienes dicen que saben de estas cosas-. Poetas jóvenes llenan teatros o salas de fiesta. Se organizan veladas poéticas en sesiones de mañana o noche. En algunas de las colas más llamativas de la feria del libro de Madrid, un numerosísimo público paciente espera la firma y el saludo de su poeta favorito, alguien, quizá, que cuenta por millones sus seguidores en Youtube. A las grandes empresas editoriales les ha comenzado a interesar el género y publican títulos que años atrás hubieran pertenecido al catálogo de las pequeñas editoriales.

Conviven hoy los viejos poetas consagrados, los que fueron nuevos poetas que ya se han hecho viejos, incluidos los novísimos, y los veintitreintañeros que mezclan las recientes herramientas de difusión (abiertas, inmediatas, populares), con estilos líricos clásicos o con ritmos, recursos formales o contenidos que les acercan a los grupos y solistas del rap, o se confunden con ellos, pues algunos alternan poesía y canción.

Poesía y música han ido de la mano desde el comienzo de los tiempos. Tenemos en la cabeza ejemplos abundantes de poemas clásicos y contemporáneos a los que pusieron música y cantaron grupos y solistas de nuestro tiempo. Las letras de algunas canciones podrían integrarse sin dificultades en cualquier antología poética. Los límites que impone la ortodoxia se desbordan con facilidad: dame un buen poema y te lo convierto en canción, dame una buena canción y me la quedo como poema.

Poco a poco se dilucidará qué títulos permanecerán y quiénes continuarán entre la muy abundante, sonora y ecléctica bandada poética contemporánea, compuesta de tantos que, al decir de Cervantes, nublan el sol.

Si estas palabras se admiten como sugerencia de lecturas que nos permiten conocer mejor la vida y nos deleitan con la buena escritura, comparto dos libros de poemas publicados en 2015 y 2016. Nada tienen en común sus autores, excepto una voz singular, arriesgada y libre de manifiestos. Dos versos sueltos (no pude resistir la broma).

Las virutas del universo

Fernando Abascal (Santander, 1954) publicó Torre Hölderlin en 2015 (col. de poesía A la sombra de los días, Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria), cinco años después de Los poemas ásperos (La grúa de piedra). Seis títulos componen su obra publicada, sin contar colectivas, antologías y colaboraciones.

El libro tiene tres partes (´Último bosque´, ´Uno y dorso´ y ´Torre Hölderlin´). Poemas breves en la primera parte, excepto el último, que nos reconducen por la realidad hasta el último bosque, en versos conceptuales, tan frecuentes en Abascal, destacados por una sintaxis barroca, sin anacronismos ni arcaísmos. Ese barroquismo no es un remedo, ni un ejercicio de estilo, ni un retorcimiento banal de las palabras y sus significados. Como el músico que trae al presente melodías, ritmos y fraseos clásicos, Abascal reflexiona sobre la vida utilizando los sonidos del pasado para desarrollar los temas con imágenes poéticas riquísimas, en las que no ha de faltar el surrealismo.

En la poesía de Abascal “Nunca se ausenta la realidad”. El individuo forma parte del “ruido del mundo”. Vive en conflicto con la realidad, con el mundo y con la palabra: “Cada palabra tiene su sombra, su grano de arena, /polen infértil y oscuro./ Yo soy esa sombra dicha”; “Es lobo la escritura”; “Sálvame tú de las palabras”. En los elementos de la naturaleza, que siempre se nos presentan puros, se encontrarán la paz y el sosiego de lo esencial, sin accidentes. Los elementos de la naturaleza no constituyen un paisaje idealizado sino referencias de una realidad próxima, pero ajena, con los que se escribe un ideario vital: “Solo miro a los pájaros, / su hacienda de plumas y aire”; “Sin afán ni usura, deberíamos disolvernos como ella / en una extraviada nieve, en un último bosque / y no poseer otro balcón o cofre / que la celebración de lo que somos, una grano de siembra, / nación de aire”.

En la segunda parte se mezclan la forma del verso con los fragmentos en prosa, sin que se altere la coherencia del texto en su conjunto, que mantiene la línea conceptual y la riqueza de imágenes. El cambio de yo poético en la última parte (Hölderlin toma la palabra) se relaciona perfectamente con el punto de vista de las páginas anteriores. La estructura de cada una de las partes arma la estructura del libro, para conseguir la coherencia y cohesión que mantiene toda la obra de Fernando Abascal.

Si en la primera parte destaca la forma barroca, el mapa conceptual de todo el libro mantiene referencias barrocas: “Ahí, en el centro de la noche, seremos dos migas / en un prado oscuro, una perdurable nada” (segunda parte); o en la tercera parte: “Cuando me traen la comida, separo las hebras de carne que flotan en la sopa de col y veo en ellas un borroso cielo de pájaros, letras de un extraño alfabeto, las virutas del universo”.   

La última parte, que da título al libro, parece engañosamente diferente a las anteriores. Su prosa dividida en breves párrafos mantiene el lenguaje rico, sugerente, que nos traslada esa realidad confusa, ruidosa, pesada, y esa ingravidez de los pájaros, la pureza del frío y la nieve y de la acogida del bosque. Este último acto cierra la obra y, en el teatro del mundo poético de Fernando Abascal, el protagonista, ahora llamado Hörderlin, percibe la vida con sus sentidos deteriorados, así que hablará de “mi locura”, un grado más en esa condición de extranjero en el mundo con la que el autor ha escrito desde el primer verso. A diferencia del primer acto, no habrá último bosque sino la irrealidad de las nubes: “Siempre amé disolverme en su imprecisa nación”.

A las puertas de cualquier paraíso

Josefina Aguilar arriesga la escritura y algo más en Overbooking en el paraíso (Ultramarina, 2016). Publica un largo poema con la voz de una primera persona que disecciona su cuerpo enfermo de emociones por la espera ante la puerta cerrada del paraíso. Tras esa puerta, un interlocutor único, a quien se ofrece el sacrificio de ese cuerpo que solo quiere sanar con su presencia, con la cercanía al menos, se identifica desde las primeras líneas como el padre.

Solo una aventurera de la palabra escribe una carta al padre sin sentimentalismos, sin mensajes apropiados para un libro de autoayuda o para una diapositiva que colgar en Facebook, sin llevarnos por esos lugares comunes en todas las guías de viajes interiores. Los seres humanos tenemos sentimientos en común, emociones universales, dichas y angustias compartidas, pero cada individuo las percibe y las atiende como únicas e irrepetibles. Esta paradoja resultante de contar lo universal como único y lo personal como universal se resuelve en las grandes obras literarias, las que permanecen, las que señalan nuevos caminos por los que transitar.

Con la palabra como único material, se nos ofrecerá una solución nueva para resolver esa vieja paradoja, bien mediante la estructura de la obra (cómo se nos presenta) o bien mediante el contenido (qué nos cuenta) o bien, exponiéndose peligrosamente porque evita cualquier seguridad conocida, con una estructura rupturista y un contenido metafórico, alegórico, en arrebatada sucesión de imágenes. Esta última es la opción de Josefina Aguilar: un lenguaje propio, presentado en una cascada de treinta páginas, para un yo único.

El libro no está dividido en poemas ni sigue el formalismo del verso. Mantiene un ritmo a base de oraciones simples, oraciones con solo dos verbos o frases sin verbo. Rompe, así, con la estructura más frecuente de cualquier libro de poemas. Toda la fuerza de su contenido proviene de la singularidad del lenguaje, pues no se parece a ninguno. Ese es el compromiso de la autora desde el comienzo y lo mantendrá hasta el final. Evita con acierto los peligros de la acumulación incoherente de metáforas vacías y de la alegoría caprichosa, o la repetición de una simbología manida.

Enfrentada a todos los riesgos de la creación literaria, la escritora arriesga también el yo que unifica la obra pues lo expone a la propia disección del cuerpo para que no se escondan en ninguno de sus rincones las emociones, un material siempre peligroso, con las que construye Overbooking en el paraíso. Un yo desnudo, sincero, expuesto hasta las entrañas ante ojos familiares o extraños o desconocidos, arropado, sin embargo, con la palabra sugerente, sin referencias aprendidas.


El lector agradece la sinceridad del desgarro emocional porque le lleva a sus propios desgarramientos, quizá desconocidos hasta esta lectura, quizá nunca convertidos en palabras. ¿Pero cómo se puede llegar a la comprensión de un lenguaje nuevo, de este lugar poético tan personal? Dejándose llevar por las palabras, escuchando la evocación de cada frase, inspirados por cada metáfora y las relaciones semánticas insinuantes, rendidos ante la fuerza y la viveza de las imágenes que impresionan el ánimo. El significado complejo de cuanto leemos en Overbooking en el paraíso se relaciona con el significado complejo de cuanto sentimos, de cuanto nos mantiene con vida a las puertas de cualquier paraíso, aquí en la Tierra.

Publicado en el núm. 84 de la Revista de Estudios y Cultura de la Fundación 1º de Mayo